El domingo 8 de julio de 1979 se publicó una crónica literaria en el diario El Mercurio de Valparaíso –donde habitualmente colaboraba hace décadas atrás- en que nos referíamos a “El beso de la Mujer Araña”. Aspectos de esta crónica tienen plena vigencia cuando recordamos a Puig. Comenzaba diciendo que el escritor argentino “ocupa un lugar destacado por la amenidad de los temas y por la utilización de muy variados recursos narrativos que hacen de sus obras una verdadera caja de sorpresas”.

Eddie Morales Piña. Crítico literario.

Se han cumplido recientemente en el mes de julio pasado treinta años de la muerte del escritor argentino Manuel Puig (1932-1990), autor de emblemáticas novelas que no siempre fueron bien tratadas por la crítica. Con el transcurrir de la historiografía literaria, sin dudas, que Puig marcó un hito escriturario durante el tiempo en que produjo su serie narrativa, es decir, las novelas, por cuanto también incursionó en otras formas genéricas. Lo más probable es que para la mayoría el nombre de Puig sea reconocido por la versión cinematográfica de uno de sus relatos: “El beso de la Mujer Araña” (1979).

Conocí como lector a Manuel Puig a partir de su novela “La traición de Rita Hayworth” (1968). En otras palabras, la lectura de esta novela nos deslumbró por cuanto era un quinceañero cuando nos sumergimos en sus páginas. Lo más probable es que me haya interesado en el autor porque había con él una filiación cinemática. Desde esa primera obra le seguí la pista y creo haber leído la mayoría de sus novelas. Los títulos de ellas eran una especie de anzuelo que captaban nuestra atención. En realidad, ellos guardaban una relación directa con las denominaciones de filmes, o derechamente hacían alusión al Séptimo Arte como “Los ojos de Greta Garbo”.

El domingo 8 de julio de 1979 se publicó una crónica literaria en el diario El Mercurio de Valparaíso –donde habitualmente colaboraba hace décadas atrás- en que nos referíamos a “El beso de la Mujer Araña”. Aspectos de esta crónica tienen plena vigencia cuando recordamos a Puig. Comenzaba diciendo que el escritor argentino “ocupa un lugar destacado por la amenidad de los temas y por la utilización de muy variados recursos narrativos que hacen de sus obras una verdadera caja de sorpresas”. Efectivamente, Puig entre los escritores latinoamericanos de la segunda mitad del siglo pasado fue estructurando sus novelas sobre la base –en primer lugar- de los recursos cinemáticos y seguidamente por la incorporación de formas culturales que habían sido soslayadas, o bien no puestas como un elemento primordial en la conformación de las historias, a saber la discursividad de los radioteatros, del folletín o de las letras de los boleros; es decir, la cultura popular como diría Mijail Bajtin. Respecto a su relación con el cine –y aquí está la filiación cinemática con quien escribe esta crónica- desde pequeño Puig fue llevado al cine de General Villegas en la provincia de Buenos Aires. Según relatan sus biógrafos, el autor le temía a la oscuridad de la sala y más de una vez vio los filmes desde la cabina de proyección. En otras palabras, como en una versión de “Cinema Paradiso”. En Roma siguió cursos de cinematografía con Cesare Zavattini, llegando a trabajar como ayudante de director en diversas películas. En la crónica de 1979 afirmaba que el dato recién anotado era importante para entender la obra global de Puig. Tal vez uno pudiera pensar que el escritor fue un director de películas frustrado que vio proyectada esa relación precisamente en su escritura. El rescate de la estructura cinemática –por lo demás, escribió guiones para filmes- en la configuración de sus relatos, sin dudas, es un aporte que Puig le entregó a la literatura latinoamericana.

Por otra parte, y ya que nombramos a Bajtin, la parodia y lo carnavalesco también se revelan en su escritura como una manera de representar la realidad. Cuando uno revisa la crítica contemporánea a la emergencia de las novelas de Puig se advierte cierta mirada que lo sitúa más bien en los márgenes. No hay que olvidar que el escritor que evocamos estará –además- dentro del contexto del denominado Boom de la literatura hispanoamericana. Hay por allí un dato que cuando su primera novela de Puig quedo finalista en el premio Biblioteca Breve, uno de los jurados habría dicho algo así como que no podría otorgarse el galardón a quien escribía “como Corín Tellado”. En otras palabras, la relación de Puig con el Boom no fue de las mejores, pero tampoco con complejos.

Haciendo historiografía literaria, en 1972 cuando se publicó en Valparaíso el número 1 de “Problemas de Literatura. Revista Latinoamericana de Teoría y Crítica Literaria”, la crítica Angela Dellepiane abordaba diez años de novela argentina y se refería a “cuatro de esos ‘discípulos’ de Cortázar”: Eduardo Gudiño Kieffer, Héctor Libertella, Tomás Eloy Martínez y Néstor Sánchez. Al finalizar el artículo en una nota mencionaba a Puig y daba las razones por las que no lo incluía, siendo que “es uno de los que más fama ha alcanzado últimamente y cuyas dos novelas han constituido publicitados best –sellers. La crítica afirmaba que “Puig no tiene formación literaria. Las historias que cuenta son reales, en gran medida autobiográficas –La Traición– y la cursilería de sus personajes es la suya propia”. En esta nota habían unas palabras lapidarias: “Los libros de Puig son sabrosos, emotivos, humorísticos, desiguales en su construcción novelesca. De ahí a que sean creaciones literarias hay mucha diferencia”.

El beso de la Mujer Araña es una de sus creaciones literarias relevantes. Los protagonistas son un homosexual y un activista político, un revolucionario, recluidos en una misma celda por accidente, los cuales ante la imposibilidad de dialogar abiertamente, van a comunicarse a través de relatos y cuentos que cada uno hace. Esto último se transforma finalmente en una sucesión de temas de películas que el homosexual –que posee la cualidad de contar con exactitud los detalles de viejísimos y sentimentales filmes- cuenta al otro quien no sólo las escucha como un modo de acortar el tiempo y no aburrirse, sino que por el contrario se convierte luego en un oyente que sigue con entusiasmo e interés. La novela debió sortear varios obstáculos. Puig, como dice su biógrafa Suzanne Jill-Levine, en esta novela “al colocar a estos dos hombres juntos en una celda, daba un gran salto literario fuera del ‘closet’. La autora de “Manuel Puig y la mujer araña” (2002) sostiene que la preferencia sexual del escritor podía ser inferida desde su primera novela, mientras que en su cuarta obra “estaba haciendo una declaración nada ambigua al ubicar al homosexual, no disminuido por la caricatura, en el escenario central; sería además su única novela que retrataba un asunto amoroso entre dos hombres”. Para quienes hayan leído esta obra no dejarán de recordar las notas a pie de página de la novela, puestas por el autor que podrían desarticular el sentido del relato. Sin embargo, estos paratextos tenían una finalidad ex profeso de parte de Puig: eran una reafirmación de la homosexualidad desde los márgenes, tal como se la concebía en el tiempo en que se programó la historia.

Manuel Puig falleció en Cuernavaca, México, el 22 de julio de 1990 después de una breve enfermedad. Mucho se ha elucubrado acerca de una muerte por VIH. Jill-Levine va desvelando en su pormenorizada biografía del escritor muchos aspectos de la vida de Puig y sus creaciones. No cabe la menor duda de que Manuel Puig a treinta años de su muerte sigue vivo en sus relatos donde creó un estilo propio en el que sintió a gusto y realizado, y que siempre ofuscaba a sus críticos, excepto a los más brillantes”. Como dice la contraportada de la biografía: es el primer novelista pop del continente.

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