De acuerdo con el colofón del libro -una palabra que tal vez podría ser huachafa -que es la novela- Le dedico mi silencio, esta será la última producción escrituraria del Premio Nobel 2010 Mario Vargas Llosa en el ámbito de la ficción. La despedida la firma el propio autor. Agrega que le gustaría escribir un ensayo final sobre su maestro de juventud, el filósofo existencialista Jean Paul Sartre. Se concluye como lector de que hasta aquí no más llegamos. Pero con los escritores nunca se sabe, pues tienden a ficcionalizar su propia historia personal. Le dedico mi silencio es, por tanto, la última novela de Vargas Llosa, nacido en Arequipa en 1936, aunque no siempre hay que creerle a la verdad de las mentiras. Es un escritor peruano que ha hecho de Europa como su segunda casa. Su admiración por la literatura francesa -especialmente, Flaubert de cuya Madame Bovary escribió un magnífico ensayo insuperable-le permitió su incorporación a la Academia Francesa hace poco tiempo donde en su discurso hizo una laudatio de aquella literatura europea -estaré siendo huachafo.

No puedo dejar de recordar que a Vargas Llosa lo sigo como lector desde mi adolescencia estudiantil en un liceo público en un pueblo -en aquel entonces, un pueblo- llamado Casablanca. Allí conocí la escritura del peruano en el volumen de cuentos denominado Los jefes, pero el deslumbramiento vino luego en 1968 cuando leí la primera novela suya –La ciudad y los perros-, que se había hecho acreedora del Premio Biblioteca Breve en 1962. Desde ahí le seguí su huella narrativa hasta esta su última novela, según él lo expresa en una suerte de conclusio. La edición de Seix Barral es aquella en cuya portada hay dos perros en actitud desafiante de una pelea tremenda. La última novela, por el contrario, nos muestra una imagen apacible de un grupo de hombres y una mujer que tocan diversos instrumentos y cuya contextura es gruesa. Se trata de un detalle de una pintura de Botero titulada Los músicos de 1979. La portada como un paratexto nos indica como lectores cuál será el asunto de la narración: es la historia misteriosa de Lalo Molfino, un eximio guitarrista de música criolla del Perú que nos será revelada a través del protagonista Toño Azpilcueta.

Creo haber leído prácticamente todas las novelas de Vargas Llosa en el transcurso del tiempo, así como sus ensayos y cuentos. También otros textos que se adscriben a diversas categorías escriturarias. Dentro de las novelas hay alturas y bajíos. Sin duda que La ciudad y los perros, La casa verde, Conversación en La Catedral, La guerra del fin del mundo, La fiesta del chivo, El sueño del celta son relatos inolvidables de la novela total dentro del proyecto narrativo de Vargas Llosa que alcanzan una elevación inigualable. En otras palabras, en su devenir como lectores nos hemos enfrentado a diversas tonalidades en su arte literario. El escritor en más de una oportunidad se ha declarado un autor realista -no en el sentido decimonónico del término- en cuya plasmación escrituraria hay una variedad de recursos retóricos de la novela contemporánea que han hecho de Vargas Llosa un maestro. En su última novela advertirá el lector algunos de estos resortes a que nos ha tenido acostumbrados. La última novela no nos permite ubicarla dentro de las mayores, pero no por eso resulta ser interesante por la propuesta narrativa: la indagación acerca de Lalo Molfino por parte de un profesor universitario llamado Toño Azpilcueta. Este personaje quedará en la memoria como Alberto Fernández u otro de la primera novela, y demás protagonistas de las narraciones siguientes.

Le dedico mi silencio es una suerte de relato ficcional con dosis de escritura ensayística. Los planos narrativos que en ella se advierten les serán conocidos a un lector de las novelas vargallosianas. Toño se siente deslumbrado por el eximio guitarrista Lalo Molfino, prodigio en la música popular o criolla peruana, quien siendo un niño es abandonado en un basural en medio de las ratas, siendo rescatado por un cura que le da su apellido. Toño Azpilcueta ante este prodigioso guitarrista de valses, marineras y otras formas de expresión musical decide la escritura de una historia, de un relato, donde pretende demostrar que a través de estas formas musicales se debe lograr la unidad del Perú, la peruanidad, más allá de las diferencias del país que, al momento de la historia ficcional, está fracturado y asolado por la violencia de Sendero Luminoso.

A medida que transcurre el relato no sólo vamos conociendo en parte el misterio de la vida de Molfino, sino la existencia atormentada de Toño, torturado por las ratas imaginarias que lo acosan constantemente. En esta concepción de la historia narrada -un narrador principal que da o traspasa su voz a un narrador secundario, Toño, -la narración enmarcada- aparece el nombre o sustantivo de lo huachafo o la huachafería. Ambos narradores piensan que la música criolla es una expresión de la huachafería, una seña de identidad de la peruanidad. En el capítulo XXVI que forma parte de la escritura de Toño, el narrador se explaya en una interpretación y significación de tal vocablo. Por su parte, el narrador primario en algunos momentos hace uso de lo huachafo como en la utilización de los diminutivos a los que no sólo por allá se es proclive, sino también por acá. La huachafería es una visión de mundo a la vez que una estética, una manera de sentir, pensar, gozar, expresarse y juzgar a los demás”, argumenta el narrador enmarcado asumiendo una voz autorial de tono doctoral, quien, a su vez, advierte que lo huachafo no tiene correspondencia con la cursilería que es la distorsión del gusto. La música criolla sería huachafa en el Perú dentro de otras expresiones de la cultura. Por su parte, Vargas Llosa como ensayista en su Diccionario del Amante de América Latina (2006), en la entrada a dicho término sostiene que es un peruanismo que los vocabularios empobrecen describiéndolo como sinónimo de cursi. En verdad, es algo más sutil y complejo, una de las contribuciones del Perú a la experiencia universal. Sintomáticamente, aquí se entrecruza el discurso académico de Vargas Llosa con el habla de Toño, pues este como figura imaginaria transcribe de forma directa al autor peruano en la cita de la novela que hemos puesto más arriba. Es el fenómeno de la intertextualidad. En consecuencia, el relato ficcional de Vargas Llosa es como un pretexto para referirse a esta visión de mundo que se expresa en la música criolla, como en Chabuca Granda, sólo que en la novela todo esto se transmuta en la historia de Lalo Molfino y el atormentado profesor Toño Azpilcueta. Para quienes hayan seguido al Premio Nobel en sus novelas, esta última no los defraudará; sin embargo, no está a las alturas de aquellas otras que le dieron el prestigio de un autor imprescindible que se convertirá en un clásico (espero no haber concluido con una sentencia huachafa).

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