La historia de Allende en una primera instancia nos lleva a Viena en 1938 donde el niño Samuel Adler es enviado por su madre -su padre ha desparecido durante la Noche de los Cristales Rotos- en un viaje en tren hacia Inglaterra junto a otros cientos de niños judíos desde la Austria nazi.

Crónica e imagen, por Eddie Morales Piña, crítico literario

Probablemente, hemos leído la totalidad de la producción novelesca de Isabel Allende (1942). Desde su primera narración –La casa de los espíritus– hasta la que lleva la denominación con que titulamos la crónica, sostenemos que en dicha producción escrituraria hay una evidente capacidad fabuladora, una forma de articular la trama, de focalizar los elementos narrativos, que logran atrapar al potencial lector/a desde el principio de la historia.

Su primera novela (1983) sobre la historia de la familia Trueba se hizo notar por la crítica que era una versión de la clásica novela de García Márquez sobre los Buendía, y sobre aquello corrieron ríos de tinta -por decirlo metafóricamente-, en otras palabras, que su relato era una especie de reescritura o derechamente una copia. Posteriormente, aquello fue descartado y se apreció cuál era el proyecto narrativo que estaba en la mente de la escritora.

Uno de los primeros que advirtió dicha propuesta escrituraria fue el académico Marcelo Coddou (+ 2009) en un estudio que se publicó por Ediciones Lar en 1988 con el título Para leer a Isabel Allende. En este libro queda evidenciada el modo cómo la dimensión de lo femenino se hace presente en la articulación de la historia: es precisamente la presencia de figuras femeninas que reclaman para ellas una transformación de sus condiciones de existencia, en prosecución de lo cual redistribuyen sus coordenadas de identidad.

Efectivamente, esta es la perspectiva esencial sobre la cual se construyen las diversas tematizaciones que ha llevado a cabo a lo largo de su historia como escritora Isabel Allende. Esto no está ausente en su última novela, El viento conoce mi nombre (2023) que nos sirve de referente para la escritura de la crónica.

Por otra parte, otro de los rasgos singulares de la narrativa de Allende es que ha explorado en diversos formatos escriturarios, esto quiere decir que ha focalizado su interés en la novela histórica, la novela de aventuras, la novela policiaca, entre otros, donde la presencia del mundo femenino es el resorte fundamental de las historias narradas. Sea cual sea el trasfondo de las situaciones narrativas, en el relato de Allende la figura de la mujer es como la piedra angular.

Desde una óptica femenina y feminista, la escritora ha logrado posicionarse como una creadora que tiene sus admiradores y seguidores, pero también de quienes ven su escritura como de tono menor. Generalmente, se alude a la poca complejidad del entramado narrativo como si este aspecto fuera un rango esencial de relevancia estética.

La última producción novelesca de Isabel Allende tematiza uno de los motivos literarios que desde siempre han estado en el jardín de formas de que hablaba E. R. Curtius hace décadas atrás: el destierro y el desarraigo. Ambos conceptos implican una situación existencial puesta al límite, ya que significan el ser despojado de lo más esencial en la vida de un ser humano: habitar en el propio espacio vital para partir a otro lugar donde todo es una incógnita y donde la habitabilidad puede transformarse en una pesadilla.

En la literatura universal hay muchos ejemplos al respecto. Isabel Allende partiendo de esta historicidad, plantea su proyecto narrativo puesto en acto en la novela que leemos, sobre la base de los términos mencionados, en un pasado y un presente que se entrecruzan. Primera mitad del siglo XX y primeras décadas del XXI se amalgaman en las historias vivenciales de los protagonistas de la novela.

Efectivamente, el relato de Isabel Allende está estructurado en ejes que dicen relación con el fenómeno migratorio que tiene, sin dudas, diversos ribetes, pero siempre conlleva la connotación de estar echado de un espacio vital, o de simplemente dejarlo para encontrar un lugar mejor donde existir. De este modo, la historia de Allende en una primera instancia nos lleva a Viena en 1938 donde el niño Samuel Adler es enviado por su madre -su padre ha desparecido durante la Noche de los Cristales Rotos- en un viaje en tren hacia Inglaterra junto a otros cientos de niños judíos desde la Austria nazi. Ha comenzado la persecución contra los judíos. Samuel llevará consigo su violín y una medalla rumbo a lo desconocido en medio de un mundo que camina hacia la barbarie.

Este es el primer núcleo narrativo que tras la andadura narrativa se conectará con los otros núcleos que nos sitúan en el siglo XXI en 1982, donde Leticia ingresa ilegalmente hacia Estados Unidos cruzando el Río Grande junto a su padre huyendo desde un caserío salvadoreño desbastado por fuerzas militares.

En 2019, la niña Anita Díaz junto a su madre escapa desde El Salvador con el fin de exiliarse en el país norteamericano donde estas vidas se cruzarán para siempre. Separada de su madre en la frontera, la niña Anita creará un espacio imaginario en que es feliz ante las penurias del desarraigo y la desolación. Azabahar es como el espacio idílico donde no hay lugar para el dolor. Dos personajes esenciales en la trama serán, además, Selena Durán, quien trabaja en un proyecto para refugiados e inmigrantes, y el joven abogado Frank Angileri, que se involucran en la situación de la niña y aportan al relato el código narrativo de lo amoroso. La intercalación de la voz de la niña Anita en primera persona es un acierto.

En este sentido, la narradora logra darle el matiz de que quién habla es un infante que se dirige a su hermana muerta. Es Anita la que revela la denominación de la novela: Hay que estar tranquilas. No estamos perdidas. El viento conoce mi nombre y también el tuyo (…) No hay que tener miedo. En la novela se confirma la formulación teórica de Marcelo Coddou de que en la novela de Isabel Allende la voz de la mujer es el pivote sobre el que se basa la narración; en esta última novela, la voz de Anita es constructiva, mientras que el narrador -mejor dicho, la narradora que adopta la perspectiva de quien domina el mundo narrado con prolepsis y analepsis -significa sencillamente adelantar los acontecimientos, o ir al pasado- posee esta misma cualidad de lo dimensión de lo femenino. La conjunción de historias distantes en el relato -que no es una novedad-, es decir, cómo el veterano Samuel Adler se relaciona con los personajes situados en otras circunstancias está muy logrado.

En síntesis, la novela de Isabel Allende captura al lector/a con una historia ficcional que está afincada en una triste realidad: el destierro y el desarraigo en el mundo, pero donde queda claro que lo más oscuro de la existencia puede llevar a la luz de la esperanza.

(Isabel Allende: El viento conoce mi nombre. Penguin Random House. Grupo Editorial. Sudamericana. 2023. 348 pág.)

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